Se denomina conducta antisocial a toda
vulneración de las normas sociales, en este caso por parte de adolescentes y
jóvenes. La conducta antisocial se refiere a hechos muy dispares que implican
un desajuste con las normas sociales y/o legales o dañan a los demás (Romero et
al., 1998). Estos hechos incluyen desde mentiras, conductas agresivas (peleas o
gamberradas), hasta actos delictivos o el consumo de drogas.
Tradicionalmente,
se tendía a estudiar esas conductas de forma aislada e incluso se desarrollaban
teorías explicativas diferentes para cada una de ellas. Sin embargo, la
investigación ha puesto de manifiesto que existe una significativa
interrelación entre las distintas conductas antisociales y que se da un alto
grado de coocurrencia de las mismas en un mismo sujeto (Huizinga y Jakob-Chien,
1998). Además, las mismas variables influyen en la aparición de distintas
conductas antisociales y se ha comprobado que conductas leves acompañan y/o
preceden a conductas antisociales más graves; de hecho, algunos de esos
comportamientos problemáticos permiten predecir un posterior comportamiento
delictivo. Asimismo, las conductas antisociales están íntimamente relacionadas
con ciertos desórdenes de conducta que aparecen en la infancia y adolescencia
(Kazdin, 1988), con las conductas de riesgo (algunas conductas como el consumo
de drogas, conducir bebido, no usar casco, etc. forman parte de ambas
categorías conductuales) y con el riesgo de ser víctima (Huizinga y
Jakob-Chien, 1998).
La
Criminología contemporánea afronta el estudio de la conducta antisocial y
violenta desde una perspectiva evolutiva, de cambio a lo largo del desarrollo,
que ha permitido saber que el comportamiento antisocial y violento no es un
comportamiento que aparece de repente y se mantiene invariable a lo largo de la
vida del sujeto. Bien al contrario, el inicio en ese tipo de conductas en un
joven guarda relación con su comportamiento durante la infancia y con el que va
a manifestar posteriormente, durante la edad adulta. Así, quienes han sido
etiquetados en su infancia como “problemáticos” tienen más probabilidad de ser
adolescentes violentos y, posteriormente, adultos antisociales1 (Loeber y
Sthouthamer-Loeber, 1998).
Sin
embargo, se sabe que la edad es un importante correlato de la conducta
antisocial y/o violenta y que la mayoría de quienes cometen actos de este tipo
lo hacen durante la adolescencia y los abandonan a medida que avanzan hacia la
madurez (Elliot, 1994; Warr, 1998). También se ha comprobado que, aunque la
conducta antisocial más grave se mantenga estable, las manifestaciones de la
misma varían a medida que el sujeto va evolucionando. La relación entre conducta
antisocial, sea o no violenta, y edad ha llevado a los autores a defender la
idea de que experimentar con ciertas conductas antisociales o de riesgo, en
función de la edad, es, desde el punto de vista estadístico, parte del
desarrollo normal (Kazdin, 1987; Moffitt, 1993). Aunque la violencia en general
no es uno de los temas que más preocupan a los españoles (CIS, 2001), en torno
a la violencia juvenil se ha ido creando una cierta alarma social asociada a
dos creencias ampliamente extendidas: que cada vez hay más jóvenes violentos y
que sus conductas violentas son también más dañinas.
Esta
percepción de un incremento, cuantitativo y cualitativo, de la violencia
juvenil se tiene en el conjunto de los países occidentales; sin embargo no
existen datos que permitan concluir que este incremento es real. A nivel
internacional, aunque algunos datos oficiales sí muestran un aumento en las
tasas de delitos violentos entre los jóvenes, estudios más profundos basados
tanto en datos oficiales como en autoinformes, confirman esa tendencia cuando
se toman como referencia los últimos 50 años (Rutter et al., 2000), no cuando
se habla de la última década (Surgeon General, 2000), incluso en ciertos países
occidentales se está detectando un descenso de este problema. Hay que tener en
cuenta a este respecto, que los datos fiables sobre delincuencia en general, y
sobre violencia en particular, son muy recientes, lo que dificulta en gran
medida estudiar los cambios en la violencia juvenil. Por otra parte, comparar
distintas épocas atendiendo sólo a ciertas cifras no parece ni adecuado ni
válido.
Otros
elementos sociales y demográficos que contribuyen a esta percepción de un
incremento de la conducta antisocial juvenil son la ampliación de la
adolescencia y juventud y los cambios en algunos patrones de socialización.
Así, con la aparición de una nueva etapa evolutiva, la adolescencia, y el
alargamiento de la juventud, varias generaciones están compartiendo las
conductas y estilos de vida propios de los jóvenes, entre los que se incluyen
las conductas antisociales y transgresoras. Por lo que se refiere a los cambios
en la socialización, existe la creencia de que las agencias socializadoras se
han desinstitucionalizado, que han perdido autoridad moral (ver Gil, 1998) y no
son capaces de educar a los menores en el respeto a las normas y la aceptación
de deberes. Existe aún otro mito sobre la violencia juvenil en nuestro país:
que ésta es una violencia nueva, distinta de las conocidas hasta ahora. Si bien
aparecen ciertos aspectos novedosos, como vamos a ver, en conjunto parece que
es la misma “nueva” violencia protagonizada por jóvenes en las últimas décadas.